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16 agosto 2012 4 16 /08 /agosto /2012 15:36

 

El barco cogió rumbo al faro, a la desesperada, como única salida en aquella negra tormenta, como vuelve a Dios los ojos el delincuente cuando es pillado y ha de pagar su culpa.

 

El ciego estaba en su camarote, con sus dos nietos,contando cómo él veía florecer los rosales a través de su olfato. Se encontraba junto al libro que escribió en su juventud, antes de su accidente en que perdiera la vista. Era una autobiografía, que durante su estancia en el hospital le leyera tantas veces su familia que llegó a aprenderlo de memoria. Su libro le acompañaba siempre. A veces, sin saber muy bien porqué, sentábase serenamente, lo abría por el principio y fingía que leía. Su voz no era lo bastante fuerte para que se dijese estaba leyendo en voz alta, pero sí lo suficiente para que quien estuviese atento lo oyera.

 

“A lo largo de mi camino, el niño pobre que fui, siempre tuvo la alegría de una madre jovial que veía sólo el lado positivo de las cosas. Ante cualquier vicisitud, corría hacia ella...”

 

Pero hacía años que había muerto, fue un otoño. Desde entonces para él el otoño es aun más triste. Tanto como su desesperanza ante un escaparate, cuando siendo niño, veía un juguete caro. Ella murió una tarde de tormenta, de nubes gordas y negras, a juzgar por la cantidad de agua que caía. Los truenos que estaba oyendo le recordaban aquellos momentos. Por ello, a modo de protección para que sus nietos no los oyeran, les contaba cosas cambiando de un tema a otro y en voz alta, muy alta, como dramatizando cosas jocosas, a fin de que los chavales no sintieran miedo. Entrecortando la voz, los truenos acompañaban las risas de los niños y la soledad de su corazón. Ese día se sentía en la obligación de inventar sobre la marcha:

 

...hundí mis locas manos en la barriga del tiburón y le arranqué un invierno gris que se había tragado...”

--¡Abuelo que los tiburones no pueden tragar inviernos!

--¡¡Que sí, y os puedo asegurar que aquel era de color gris. Lo había pintado de ese color un hombrecillo pequeñajo al que llamaban “El Loco de las Palabras”. Ese era su nombre y por él lo conocimos todos. Creo que tenía algún poder mágico porque dirigía sus palabras a las estrellas y así sanaba de inmediato las heridas de las gentes. Además dicen los antiguos que en su juventud curaba también las heridas del alma, que son las más difíciles aunque no las vean sangrar nada más que los ciegos o quienes cerrando los ojos miren con el corazón a las otras personas.

 

--¡¡Abuelo, que sólo se puede mirar con los ojos!!

- ¡¡ Que no!! ¿Acaso vais a saber más que vuestro abuelo, que fue marinero y recorrió cuantos mares hay en el planeta?? ¡¡Cuanto mi boca pronuncia es cierto en mi imaginación!! Tu abuela, que en paz descanse, también solía ponerme contra. ¿Acaso habéis salido a ella, bribones?

 

¿Es que no comprendes ni entiendes lo que te decimos abuelo? El corazón sirve para otra cosa, para ver son los ojos.

 

El abuelo, advirtiendo que los truenos habían pasado, paró su charla... Fingió ser derrotado por la sabiduría de los niños y quedó, con los ojos estáticos y la cabeza alta, pero meneándola a ambos lados mientras decía: “nada que estos niños se están haciendo mayores y ya saben más que yo. ¿Me estaré haciendo viejo?

  Ambos niños contestaron, victoriosos, al unísono: “Sí, abuelo, pero te queremos!.

 

La costa se perfilaba para la tripulación entre una bruma huidiza y el río por el que habían de subir, hasta el puerto fluvial, parecía haber salido de la nada.

 

Prepárense, tripulación, gritaba el abuelo, que presentía la llegada cercana. Los pequeños, con las manos vacías, se quedaban mirando con orgullo de ver que les “mandaba” a ellos, como un día hiciera con “Barbacana”, con “Patachuli” o con el mismísimo “loco de las Palabras” …

 

A tientas, el viejo, logró bajar del camastro donde se había recluido para “contar sus historias. Se quitó sus negras gafas y soplando sobre sus cristales, los limpió con el revés de su chaqueta. En la lejanía, los niños veían la ciudad donde se había criado el abuelo, con su amplia calle llena de escapartes hasta el fondo y en los escaparates caros que su abuelo sí les comprará.

 

 

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