Sé de la muerte por haber venido de ella. Sabe mi nombre. La dejé atrás. Doy gracias por ello. Murmuraba al oído de mi alma su amor por mí. De mi herida salí desmemoriado. No me acordé de despedirme de ella. Debe seguir esperándome. Debí decirle que no la quiero. Pero estaba todo tan oscuro... En el camino de vuelta, mi boca no respondía, pertenecía todavía al oscuro. Terco, mi corazón, seguía latiendo y me decía que del olvido se renace si no llevamos a extremos las lamentaciones. Frente al muro que separa la vida de la muerte, quedó sellada mi aventura. Luego el paisaje era de llanura. Se llevó de mi mundo la fatal condena. Había un camino bordeado de yerbabuena. Encontrarlo me salvó, generoso. Segué, en mi corazón, la venganza de lo que me mató. Talé el odio a ver si se perdía. Pero sólo los jazmines que se han perdido. Viviré sin biznagas. Pensé: -todo lo que me dé, este breve viaje, me lo jugaré a vida o muerte-. Así pues cada día me juego a cara o cruz: el oleaje del mar, la luz de la mañana, la gracia de la luna, las arenas de los desiertos, unas penas chiquitas, tu beso caliente, y un sin fin de caricias.
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