Con pelo engominado,
sin enturbiar el aire,
con chaqueta y traje,
el servíl empleado.
Mirando el mundo por encima,
su triste despacho es su destino,
se cree un don alguien, el muy cretino,
hace sus números y dice la cifra de la prima.
No usa lágrimas,
aunque lleve a cientos al abismo,
desaparecieron un día, empujando,
pisando y escalándose a sí mismo.
Su corazón son fibras olvidadas,
que golpean con la misma frialdad que sus manos.
En la noche, la música aporrea su conciencia callada.
Quiere esquivar sus penumbras con las manos.
Pero la luz del sol es obstinada
y renace de nuevo en la mañana.
Con gestos disciplinados y alma vana,
vuelve al servicio de quienes no hacen nada.
Encuentra en su camino un mendigo,
pasa de largo,
su emoción está disciplinada.
Sus ojos, deprisa, no salen de su letargo,
sólo escucha el silencio y a la nada.
Pero el tiempo, que pasa lentamente,
le pasará su factura,
cuando ya no valga de sirviente,
y caerán cascotes y piedras de la estructura
de su personaje vacío y repelente.