Este libro comenzó a escribirse en Cerralba, 23 Abril de 2012.
Título:
A SOLAS CON MI MEMORIA.
(BORREGUITO).
Nuestros recuerdos son una realidad subjetiva que aderezamos con la indulgencia de nuestra propia imaginación.
Si nos faltan, la vida se vuelve insípida y tenidos en exceso, hacen que no podamos degustar nuestra memoria de un modo placentero.
“Mi infancia son recuerdos...”
de calles empedradas,
de cascajos redondos,
en cuestas empinadas;
de rejas con claveles,
geranios en fachadas...
De olor a barbería
con tertulia animada
de hombres con su “blusa”
y la gorra calada.
De mujeres cantando
al barrer su calzada.
De viejos en recacha
y niños con azadas
que labran seriamente
entre campos de habas.
Y a pesar de que tienen
rotas las alpargatas,
siempre ríen alegres
por una chiquillada.
Yo..., aunque alpargata vieja
y camisa heredada,
usaba, cada día,
tenedor y cuchara,
además..., tenía escuela:
¡¡Clase privilegiada!
Autor: Pedro J. Cortés Zafra.
I
De cuándo y dónde.
Terminaba el año 1952, en la provincia de Málaga. Al noroeste del valle del Guadalhorce. Àlora, era un pueblo sometido a la dictadura franquista, como toda la España del momento.
Había ya pasado la peor época del hambre de posguerra. Poco a poco se desperezaba el país, aunque aún la represión era muy fuerte. La falta de libertades se palpaba en el aire. Desconfianza y ninguna expresión política eran la máxima que evitaban más encarcelamientos.
En la barbería de mi padre, al igual que en todas, era raro el momento en que no había alguna tertulia (pienso que motivada la presencia de los tertulianos por la falta de trabajo, lo inhóspito de la mayoría de las casas de aquellos tiempos y la falta de dinero para estar en una taberna -donde algo había que consumir- y claro está, siempre es mejor un local cerrado que tiene hasta radio que el rigor del frío en el parque o en medio de la plaza ya que la ropa de abrigo no era un privilegio que tuviesen todos). Los temas de conversación, como en todos los lugares públicos, eran, principalmente, los toros y el fútbol o chascarrillos y anécdotas que nunca tuviesen un tinte político. Se leía y comentaba el periódico Sur (la prensa del Movimiento). Se oía la radio y se gastaban bromas. Pues a pesar de todo lo duro de la época, parecía que aquella gente que había vivido una guerra y a la que habían quitado todas las libertades, se decía a sí mismo: “la alegría de estar vivo, eso sí que no me lo arrebatarán”. Y es que, según en qué circunstancias, el estar alegre es el único acto revolucionario que nos queda.
Era un invierno frío. La luz eléctrica sólo llegaba a las casas en horario nocturno y con una bombilla por todo alumbrado, que se situaba en la habitación principal. El resto de habitáculos se alumbraba sólo cuando era preciso y con un candil o, en el mejor de los casos, con un quinqué de petróleo. En las casas, la lumbre de la chimenea servía, además de como cocina, como forma de calefacción.
Mi familia habitaba en la vieja y grande casa de mi abuela materna. Estaba situada en una zona cercana al campo. Aunque también cerca del “centro” del pueblo. Concretamente en la calle Cantarranas. Imagino que debe su nombre al arroyo Hondo que está en su parte inferior. Es una calle muy pendiente . Ambas hileras de casas no eran iguales. La fila donde vivíamos llegaba hasta el arroyo y lindaba en su parte posterior con otras calles. Mientras que en la otra, las casas llegaban a la mediación. A partir de ahí había numerosas chabolas de gitanos que bordeaban la calle y lindaba por su parte posterior con el campo.
Como todas las del pueblo, mi calle, estaba empedrada, con redondos cascajos. Además siempre tuvo una cuesta fuerte. Delante de muchas casas, para que el acceso a la vivienda fuese desde llano, había lo que llamábamos una “carzá” (calzada, dirán en otros lugares, pero aquí además de comernos la terminación solemos cambiar la l por r y viceversa. Una carzá es un pequeño rectángulo que se alza teniendo en su parte alta el nivel de la calle y en la opuesta cortada más o menos a plomo para dejar un pequeño rancho llano que era utilizado en las noches de invierno para sentarse al fresco).
La “carzá” de nuestra casa tenía un empedrado fino con pequeñitos cascajos de colores diversos que mi tío Antonio, el hermano de mi abuela, había ido trayendo poco a poco en su burro desde las orillas del Guadalhorce y con filigranas de dibujos había colocado con una maestría propia del gran albañil que fue en su juventud. Lástima que cuando “arreglaron” la calle, el Ayuntamiento, ni los técnicos de dicha obra hubiesen tenido la suficiente sensibilidad artística para no privarnos de lo que hoy sería, sin duda alguna, un verdadera joya de empedrado típico de la herencia moruna que en nuestra cultura aún quedaba y que fue sustituido por una carzá con cemento y a la espera de una solería de lo más corriente que le pusieron años después.
Dicha vivienda formaba esquina entre la calle Cantarranas y la calle Málaga. Allí, además de mis padres y mi hermano mayor, vivían mi abuela Catalina, viuda; su hermano Antonio, mocito viejo – que se decía entonces a quien no se hubo desposado- y los hijos de mi abuela: mi tío Pepe, también mocito viejo; mi tía Lola y mi tía María solteras por aquel entonces. A veces, se completaba el cupo de habitantes cuando pasaban temporadas, en la casa, la familia de Córdoba (hermanos y sobrinos de mi abuela : Anica, su hermana Antonia, o la prima Mariquita, entre otros).
La casa tenía y tiene una gran puerta de madera de dos hojas. En una de ellas hay taladrada, otra puerta menor para la entrada y salida de personas. Se abrían ambas para el paso de bestias. Sólo en contadas ocasiones, hoy en día, se abren las dos grandes hojas. Se accede por ella a un salón comedor con alto techo que tiene, al fondo la chimenea, y una ventana a la calle en la parte derecha de la entrada. Frente a la ventana, está un dormitorio que fue, en aquella época, el de mis padres y hermano. Dentro, en el lado opuesto a la puerta de entrada a la habitación, simulando una ventana siempre cerrada, se encontraba una pequeña alacena con un fondo no mayor de 30 centímetros, cerrada por dos hojas de treinta por setenta. Al fondo, una ventana que mira a la calle Málaga. En la parte izquierda de ese lateral del rectángulo del comedor, que hay frente a la puerta, se abre un pasillo amplio (lindamente precedido por unas cortinas cerradas en su parte alta y abiertas en su parte inferior, “solemnemente” amarradas a ambos lados) que tiene en su parte derecha la escalera para la segunda planta de la vivienda. Al final del pasillo está lo que llamábamos el “copotracero” expresión que me imagino procede de la adaptación familiar de la palabra cuerpo-trasero. Pues es la parte trasera que da al patio.
Normalmente, la vida se hacía durante el día en esta habitación. Allí se comía, se leía y se escuchaban los cuentos de la abuela. Y se estaba, salvo que una necesidad de un espacio más amplio o alguna solemnidad nos hiciese utilizar el comedor. A la salida posterior del copotracero, había lo que llamábamos el patinillo. Pequeño patio enlosado de unos cuatro metros cuadrados que tenía en una esquina un granado, Frente al granado una habitación de dos metros cuadrados formaba la cocina, dónde no más de dos personas en pie cabían, pues incluida en ella estaba un pollete hueco que tenía en el frontal un agujero por el que se introducía la leña y en la encimera, de ladrillo, un hueco del tamaño algo inferior a una olla, sobre el que se colocaba la sartén o la cazuela a la lumbre, para cocinar. (La chimenea quedó poco a poco en desuso, por la comodidad que esto a la altura de una persona erguida suponía como ventaja). Tras el patinillo estaba, también empedrado como la calle, el corral, donde algunas gallinas y gallos hacían su vida. En uno de los muros había unos huecos llamados ponederos, que con pajas en el fondo y del tamaño poco mayor que una gallina eran utilizados por gallinas o mininas para poner sus huevos. (Nunca comprendí cómo estos animalitos entendieron que ese lugar era para tal tarea. A pesar de que mi abuela me explicaba que tenía puesto, en cada uno de esos huecos, un falso huevo de piedra, que hacía que las gallinas lo comprendiesen).
Al fondo del patio había un gran horno de pan, hecho en obra y que también fue utilizado en alguna ocasión por el Pancho, el confitero, amigo de mi padre, para hacer mantecados y roscos navideños. Al lado estaba la cuadra con su pesebre al fondo y un muro que limitaba la casa con la calle Málaga.
El acceso a la primera planta era mediante las escaleras de obra más empinada de cuantas he subido o bajado en toda mi vida. Coronaba la escalera una troje que con una superficie de más de un metro cuadrado, tiene una altura de unos setenta centímetros. La meseta de la escalera, escasa, reparte en todas las direcciones, al frente, el pajar que con ocho metros de largo y tres de ancho servía además como trastero. (Uso único para el que quedó una vez que no hubo bestias en la casa). A la derecha un amplio dormitorio cuya ventana divisaba la calle Málaga. A la derecha un pasillo cuadrado que da acceso al mayor dormitorio de la vivienda, una sala donde bien hubo en un tiempo hasta cuatro camas -una de ellas de matrimonio-. Al fondo de la cual se entreveía el camino que la chimenea del comedor recorre hasta el tejado. A pesar de su amplitud, una solá ventana, no muy grande, era su comunicación con el exterior. Aquí se nota la reminiscencia de la Álora musulmana.
Mi madre esperaba ahora un nuevo hijo o hija.
Fue en la madrugada del diecisiete de diciembre cuando mi padre hubo de llamar a Luisita, la partera, que asistió a mi madre en mi nacimiento. Que tuvo lugar, como todos en aquella época, en casa.
De noche y en invierno, la iluminación del candil era la que asistía a tal evento. De forma que nacido el niño pasó a lavarlo Luisita, la partera, para entregarlo a su madre.
Después de un primer y segundo lavado, con su correspondiente frote donde ella estimaba oportuno, la comadrona, volvió a pedir agua para un tercer lavado. Ello preocupó a mis padres y Borrego sugirió llevarlo al copotracero, donde había la única bombilla eléctrica de la vivienda, a fin de observar con más exactitud el motivo de tanto “fregao”. Una vez allí, la comadrona rompió a reír y explicó que el motivo de lo ocurrido era el vello que en brazos y espalda tenía el recién nacido y que ella interpretó como una extraña tizne.
Así fue como, gracias a mi padre (siempre tan prudente) me libré de que aquella buena mujer me desollara vivo no más nacer.