Mi preescolar.
Si bien hasta los seis años no empezaba la escolarización, desde los cuatro, mis padres, decidieron enviarme a un colegio privado que había en calle Carril. En la primera casa según se sube a mano izquierda. A la espalda de la casa primera de la calle Toro. Vivía, con su familia, Manolito Campos y tenía alquilado el salón de su vivienda a don Nicolás. Un maestro que daba clases a un alumnado de lo más variado en edad (desde cuatro hasta dieciséis) y que sentados en largos bancos, sin espaldar, se situaban alrededor de grandes mesas con capacidad (si se achuchan) hasta de doce o catorce alumnos. (En aquel glorioso tiempo, niños y niñas no podíamos compartir aula).
Allí fue donde derramé mis primeros tinteros. Pues aunque parezca extraño, todos escribíamos con plumín y tintero. Todavía faltaban unos años para que aparecieran en nuestras vidas unos artilugios llamados bolígrafos, que nos libraron del papel secante y los borrones de tinta china.
Bueno, en realidad yo lo único que escribía eran “palotes y reondones”, pero... eso sí, con pluma. Una hoja tras otra y un cuaderno tras otro. Siempre palotes, reondones y borrones que caían como tenebrosas manchas sobre el papel y cada uno de los cuales equivalía a una bronca, mayor o menor según fuera el borrón.
Parece, hoy, imposible que un niño de esa edad pueda ir desde la calle Cantarranas hasta la del Carril, sólo o incluso acompañado por un hermano de sólo siete años. Como era mi caso, hasta la calle Bermejo y luego cruzar la plaza Baja solito hasta el colegio. No creo que fueran más descuidados nuestros padres. Tal vez sí, menos ñoños. O es que sabían que la libertad de la que no gozaríamos de mayores, no era plan de cortarla desde tan temprana edad. Lo cierto es que así era. Y sobrevivimos.
Nuestro patio de recreo era amplio: toda la plaza. Mientras, D. Nicolás, si el tiempo acompañaba, sentábase en una mesita de la puerta de la taberna de Parra; tabernero grueso y de gran bigote, que acudía presto a servirle unos vasos, de los que bebía cuanto vino le daba tiempo entre clases y clases.
Ello propició que cierta mañana que el maestro tardaba un poco en poner fin al recreo, los mayores me gastaran una broma de mal gusto o al menos resultó para mí de un gran susto. Ellos, trece y catorce años; yo, cuatro. Me dijeron: ve y dile al maestro que se deje ya de borracheras y vuelva a la clase. Yo, envalentonado por las risas de los grandullones me dirigí a aquel hombre grandote que siempre llevaba puesta su gabardina (hoy se diría al estilo Colombo) y tirándole de la bocamanga espeté a mi maestro lo que me habían encomendado y añadí algo más de mi cosecha. Así pues, entre nervioso y hecho el valiente, dije: “don Nicolás, déjese ya de borracheras y poca vergüenza y vamos para el colegio”.
Exclamó: ¡¡¡Mira!!! e hizo un ademán de quitarse la correa. Seguramente ni se quitó la correa y probablemente ni se levantase, pero mi imaginación lo vio, correa en mano, persiguiéndome y, sin volver la vista, no pude parar de correr hasta encontrarme en mi casa, en los brazos de mi madre. Después mi padre daría las correspondientes excusas a don Nicolás y el asunto quedó resuelto, porque nunca, el maestro, me habló del incidente.
Después de mucho tiempo, e infinitas páginas, conseguí hacer mis palotes y mis reondones sin borrones y así , con esa gran sabiduría, pasé a los seis años al grupo escolar que se inauguraba aquel curso.
Ya no estaba junto a la iglesia como en mi edad de preescolar. Es decir, que ahora debía cruzar el pueblo entero para asistir a clase. Claro que... ¡ya tenía seis años!.