Mi tío Antonio “de la calle Cantarranas”
Claro que hay que especificar, porque yo tenía dos tíos que se llamaban Antonio, el de las Casas Nuevas, hermano de mi padre, y el de la calle Cantarranas, hermano de mi abuela Catalina. Pues bien de éste y no del otro quiero hablarles ahora.
Antonio, era también, como sus hermanas y hermanos, nacido en el siglo XIX. Era un hombre de pequeña estatura, delgado, muy trabajador, y de aspecto serio. O más que serio, tímido. De una timidez extrema. De pocas palabras, pero bien utilizadas. Cuando hablaba se expresaba con claridad y concisión. Siempre cortés en el trato con todo el mundo. Poco amigo de beber en exceso ni de peleas de ningún tipo. Solía pasar desapercibido. Aunque siempre me pareció un hombre inteligente. Sabía leer y escribir y de cuentas las necesarias para su tarea. Lo que no era frecuente entre las gentes de su edad.
Era agricultor de una pequeña haza propia en la que tenía almendros, olivos y alguna parte para cereales. Cubría su cabeza con una gorra, que le tapaba su calva y salvo en invierno, que llevaba pelliza, solía vestir blusa encima de la camisa. Era, como decía mi abuela, su hermana, mocito viejo, lo que equivale a decir que jamás estuvo casado, siguió por siempre soltero.
Oí contar que, de joven, había sido albañil. Pero no un albañil cualquiera, no, sino de los mejores de la comarca. Que era llamado para las grandes casas, tipo palacete como la que hoy ocupa la Agencia Tributaria de Hacienda en Álora. Según contaban él levantó ese edificio, remodelándolo de lo que hubiera anteriormente y dándole él una nueva fachada (la que actualmente tiene). Esa parece ser que fue la última vez que trabajó en la obra. Aunque no llegó a cubrir el edificio, teniendo que hacer la cubierta otro albañil.
El motivo por el cual dejó la albañilería, que tan bien se le daba, fue un incidente que le surgió mientras trabajaba allí. A media mañana, en una jornada de trabajo, él de maestro albañil y dos peones formaban la cuadrilla. Llegó el dueño de la vivienda y le ofreció tabaco. Con gusto aceptó el cigarrillo mientras charlaban de lo bien que había quedado la fachada y lo contento que aquel señor estaba con el ritmo de trabajo en aquella obra. Cuando hubo terminado de oirlo, dijo a los peones: ¡señores, recojan las herramientas todas que nos vamos de esta obra! ¡Aquí no podemos seguir!.
Dueño y peones quedaron perplejos, porque no sabían, ni podían imaginar, el motivo de tal actitud. Si todo había sido alabanzas a la tarea. Si en la conversación, que también los peones oyeron, no hubo discrepancia alguna. ¿Qué habría hecho a Antonio tomar tal decisión?.
Pero Antonio, ¿eso será de broma,? dijeron los peones.
¿Tengo yo costumbre de bromear con el trabajo?.
No... pero...
¡Yo me voy! Espero que ustedes también.
¿Le ha molestado algo, Antonio? Dijo el dueño de la vivienda.
Pues mire usted, ya que me lo pregunta sí, y mucho.
Disculpe, pero... no sé que ha podido ser.
Pues se lo explicaré. ¿ Cuántos hombres estamos aquí trabajando?
Tres.
¡Vaya! Creí que no lo sabía usted.
¿ Y eso...?
Que ha llegado usted y me ha dado tabaco a mí sólo.
Es que usted es el maestro.
Pero los peones también son personas y considero un desprecio hacia ellos ofrecer tabaco sólo al maestro. Quien desprecia a mis compañeros de trabajo, sin cuya ayuda no tendría usted la fachada terminada, me desprecia a mí también. Y como me siento despreciado no puedo trabajar para usted ni un minuto más.
Aquel señor quiso ofrecer tabaco a todos nuevamente y pidió disculpas cuantas veces le dio tiempo mientras la cuadrilla, a las órdenes de Antonio, recogía las herramientas. También, los peones, quisieron zanjar el asunto sin tener que dejar aquel trabajo y le dijeron cuantas veces pudieron que ya había pedido disculpas y que intentara tomarlo como un despiste. Antonio fue tajante: - Él me ha dicho que me dio tabaco a mí porque era el maestro. Si no lo hubiese sido, le hubiera dado a otro y yo pienso: realice cada uno el trabajo que realice, ningún hombre es más que otro. Quiere decir que yo me voy. Ustedes hagan lo que estimen oportuno. Buenos días.
Cuando uno ve actualmente a muchos sindicalistas que se reirían de esta postura, que juzgarían radical, piensa... ¿Acaso no es Honestidad obrar de acuerdo a los propios principios, incluso perjudicándose?. ¿ Cabe quizás forma más noble de luchar por el respeto a la clase trabajadora?...
Días después “el señorito” intentó la intercepción de familiares de Antonio para que volviese a esa obra y en vista de su negativa, amenazó con decir a sus amigos, de la clase pudiente, que no les contrataran porque corrían el riesgo de verse con la obra a medio hacer por cualquier majadería de aquel hombre tan raro. Y es que entonces , como ahora, defensores de que todos merecemos el mismo respeto y consideración no abundaban.
Mi tío Antonio no esperó para ver si salían o no más obras. Con el dinero que tenía ahorrado, de las muchas obras en las que trabajó, se compró una haza y se dedicó a la agricultura que trabajaba sólo y donde ningún señorito vendría a tratar a nadie “por encima del hombro”.
Desde los primeros años que recuerdo era para mí una fiesta cuando llegaba la recolección de las almendras. No porque me llevase al campo, que no lo hacía porque decía que allí sólo deben trabajar las personas mayores, “los niños lo que tienen que hacer es leer y aprender, no trabajar, tiempo tienen de pasar fatigas cuando sean mayores”. Esto, dicho en una época en la que la mayoría de la infancia trabajaba, tenía y tiene un valor sentimental de hombre de bien que ya hubiese sido bueno tener en España muchas personas con tanta claridad de ideas. Como les decía, era para mí una fiesta porque cuando descargaba los sacos de almendras y con ellos formaba una gran pila en el copotracero, en el rincón frente a la pajarera, disfrutaba tirándome sobre él, que al desparramarse amortiguaban el golpe. Además ahora, en esto sí me dejaba trabajar algunos ratos (después de la escuela). Yo lo hacía por colaborar y por diversión. Me gustaba descapotarlas y competía con él para ver quien lo hacia más rápido, a pesar de que él no aceptaba la competición e iba a su ritmo, yo sí me comía de mi amor propio al ver que lo hacía mejor que yo, e incluso hacía pequeñas trampas dando con el pie cuando pensaba que no miraba para arrimar a las mías parte de las trabajadas por él. Hacía como que no se daba cuenta y al final siempre quedaba yo como vencedor. Me decía: “la persona que trabaja siempre debe cobrar”. Aunque le asegurara, porque así era, que sólo pretendía ayudar, me daba el dinero que estimaba el justiprecio a mi trabajo y que yo entregaba a mi madre y luego se lo iba pidiendo para chucherías y para el cine. Otro tanto ocurría en la época en que las aceitunas por él recolectadas debían partirse para echar en agua. Con el trigo era distinto, porque los costales eran demasiado pesados y sólo podía ayudar esparciéndolo por la troje que sobre la empinada escalera había, cuando él lo hubiese vaciado.
Jamás lo oí cantar, aunque sabía que le gustaba oir cante flamenco en la radio. Lo que a continuación les cuento lo supe años después de su muerte.
Cierto día venía a caballo por el campo, desde el cortijo de Brioles, un pariente de mi tío. Era el atardecer de un verano. La brisa le acariciaba su dolorido cuerpo después de una dura jornada en el campo. Venía sólo. De pronto oyó, a lo lejos cantar a un hombre. Cantaba. Lo hacía tan bien, que arreó su bestia para poder conocer a quien de aquella manera tan sublime interpretaba los distintos palos del flamenco. A medida que se acercaba oía con más claridad y más admiraba su interpretación. Era un pequeño hombre montado en un burro, que por su aspecto, debía venir también de trabajar en alguno de aquellos campos. Cuando llegó a su altura vió que era Antonio que, montado sobre su borrico, dejó de cantar y saludó a su pariente que extrañado le dijo: “Antoñillo, no sabía yo que tú pudieses cantar de esa manera. Llevo un rato escuchándote hasta que te he alcanzado.” Le respondió: “¿Cantar yo?, ¡que va! Si yo no canto. Y no hubo forma de hacerle cantar de nuevo, ni de admitir que era él quien lo hizo. Su enorme timidez o quizás solamente su enorme humildad, le hacía cantante solitario. Sólo cuando creía que nadie escuchaba llenaba el aire de trinos que nada tenían que envidiar, según quienes le oyeron, a los grandes del flamenco.
Debía yo andar en los seis años cuando comenzó mi abuela María a enseñarme poemas bastante más largos que los que en años anteriores me hubo dicho y que yo, niño repipi, recitaba de memoria con la mejor entonación que me era posible.
Era lunes por la tarde. Yo estaba en la casa cuando llegó mi tío Antonio de la haza. Tras soltar las herramientas y asearse se sentó en “su mesa”, sí era una mesa muy pequeña. Toda ella de madera. Tenía un cajón con un pomo también de la misma madera donde guarda su pequeña navaja que solía utilizar para comer.
Aunque, no era muy hablador, yo le sonsacaba y terminaba entablando un diálogo con él, a veces un monólogo, pero...¡ y lo bien que escucha una persona que habla poco! Yo, que era tan vanidoso como sigo siendo, disfrutaba enumerando mis muchas hazañas y los aprendizajes que iba alcanzando. Me consideraba, a mí mismo, un ser privilegiado por varias razones: primero por tener tantos adultos a los que contar mis cosas, por tener tanta gente de la que aprender y por la gran memoria de la que hacía gala y que siempre estaban prestos a lisonjear.
Esa tarde, como otras muchas, me acercaba sin hablarle esperando que fuese él quien me diese pie para soltarle mi nueva retahíla aprendida . Se ve que me conocía y me dijo:
Ayer no te vi, ¿dónde andabas?
Estuve en la casa de mi abuela María. El sábado cuando salí de la escuela me fui y me que dé a dormir. He venido hoy después del colegio.
Y... ¿qué, lo pasate bien?
Sí, este fin de semana me ha enseñado un nuevo poma muy largo y me lo sé enterito. ¿Te lo digo?
Si quieres...
Claro, se titula Nietos y mira, dice así:
Te lo aseguro Pascual:
ya no hay más que resignarse,
que el que pudiendo casarse
y no se casa, hace muy mal.
Ya ves tú que situación la tuya.
¡Que desengaño!
Llegando a los setenta años
achacoso y solterón,
Sentado en esa poltrona
un hombre de tu fortuna
sin más cariño que el de alguna
ama de llaves gruñona.
Y cuando enfermes de veras
aquí a cuidarte vendrán
tus sobrinos que estarán
deseando de que mueras.
Y así está muy bien, ¿corriente?
es tu gusto y se acabo,
pero en este asunto yo,
opino distintamente.
Ese egoísmos es fatal
¡viva solito el que quiera!,
yo sin mi familia
me hubiera muerto hace tiempo, Pascual.
Miro mis goces completos
cuando en mi casa sentado
me contemplo rodeado
de mis hijos y mis nietos.
Orgullo de mi vejez,
diez nietos, ¡un batallón!
Tú, no los conoces,
son encantadores los diez,
rubios como querubines
sanos, con unas mejillas
y con unas pantorrillas
que tienen los chiquitines...
¡Y qué ganas de comer!
¿Estar ellos malos?, ¡quiá!
Tan hermosos lo habrá
pero más no puede ser.
Solo hay uno de ellos, Pepe
que el pobrecito está cojo
es chato y bizco de un ojo,
pero sabe más que lepe.
Andando con su pata coja
viene y me mima el maldito
y consigue de su abuelito
todo lo que se le antoja.
Por supuesto, la verdad,
todos,.... aunque están mimados
son chicos muy aplicados
saben una atrocidad.
Tú no puedes comprender el amor
¡qué entiendes de eso!,
¿sabes tú lo que es un beso de un nieto?
¡que has de saber!
es la dicha apetecida,
es la esencia del amor,
es la caricia mejor,
es algo que da la vida,
es lo que nunca has sentido,
es ver en el mundo un cielo,
yo, a Dios, con ferviente anhelo,
sólo una cosa le pido:
que para morir en calma,
cuando me llame a su lado,
me encuentre yo rodeado
de mis nietos de mi alma.
Se la espeté, así, del tirón, enterita y, el pobre mío, me miraba con condescendencia, incluso se sonrojaba y yo: ¡todo orgullo por saber tanto!, en mi inocencia, de papagayo, que repetía lo aprendido sin saber qué decía e ignorante de que, a veces, las palabras también pueden producir dolor y hacer daño pregunté:
¿Te ha gustado?... ¿A que sí me la he aprendido muy bien? ...¡Y sólo en dos días! ¡Es que soy un niño muy listo! ¿Verdad que sí?
No sé, memoria desde luego tienes. Y... ¿tu abuelita te ha dicho que me la digas a mí?
No...¡que va!... pero a mí me gusta que sepas que aprendo mucho.
Pues dile a tu abuela que le ha faltado una cosa. Decirte a quien sí y a quien no debes decirle esa poesía. Pero, anda, ven dame un beso, por lo bien que aprendes.
Le besé como lo que era, el único abuelo que conocí, aunque le llamara tito Antonio y seguí sin entender porqué si siempre se alegraba de las cosas que yo aprendía y en esta ocasión no sólo no se alegró, sino que parecía que algo le molestaba.
¡¡¡Bendita inocencia!!!.