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20 agosto 2012 1 20 /08 /agosto /2012 21:27

 

Mustia y desabrida está la mañana. Siendo llegado, el otoño, al lugar donde la tierra es estéril, la vida se vuelve triste. Como entretenimiento, a la lumbre del fuego, resguardados de la lluvia y entonados por el vinillo de esa taberna están “los trovadores”. Aquí se conserva aún la vieja costumbre de cantar improvisando y responder al cantaor anterior. Los hay con ingenio y entonces la rima es amplia y bien formada, otros en cambio, usan sólo la parte más raída de nuestra lengua, yerran en las rimas y sirven de gracia a los concurrentes, que verdaderamente admiran a quienes hacen primores con el lenguaje.

Habían llegado al pueblo andando, en busca de trabajo, En la ciudad la gente pasa hambre. Llegaron por un camino, junto a los álamos marchitos del arroyo que lleva dos años sin agua por la sequía. En este siglo no se había conocido nada igual. Para quien ha de quedarse a solas con su parcela y ve tanta sequedad, debe ser triste. Aquí el panorama era aún más desolador. A pesar de ello las gentes cantaban y reían. Quizás se hayan convencido de que no existe alternativa, La desesperanza, a veces vuelve conformista.

Volvieron sobre sus pasos hacia la ciudad. A la salida del pueblo, dos jóvenes extraños los miraban fijamente. Y a medida que andaban eran seguidos por ellos, señalados por el dedo, sin bajar la mano y sin pronunciar palabra.

Un anciano les advirtió que no se parasen ni les hicieran caso, como si no existiesen. Los foráneos les ponen muy nerviosos. “Es la única forma de calmarlos y que pasen a otra actividad”, decía el buen hombre que les indicaba con su dedo índice sobre la sien, que la cordura estaba ausente de estos dos hermanos. Tras breves instantes, y al ver que el anciano hablaba con ellos, como si les conociera de toda la vida. Se volvieron ambos hermanos y se sentaron en el borde de la acera.

El viejo les contó que de niños vieron cómo unos guardias llevaban a su padre a rastras por la calle y le apaleaban hasta dejarlo muerto y destrozado, ante la atónita mirada de los niños, de corta edad. Tenía propaganda clandestina contra la dictadura en su pajar... Eran guardias venidos de fuera, que nunca habían visto en el pueblo. Ese es el motivo por el que se desata, aún más, su locura cuando alguien nuevo, sin hablar con nadie del pueblo cruza la calle. Se sienten muy alterados. Después, pasadas unas horas. Son “casi normales” y cuentan que es horrible... se miran y luego siguen intentando hablar. Su grotesca figura, con mudanza de colores se puede observar mejor así, cuando cuentan lo que imaginaron momentos antes. Uno flaco y sucio, el otro más corpulento, pero las más de las veces con las ropas intercambiadas, andaban con aspecto maltrecho y, al pelarse entre ellos, malrapados. Son “buenos corredores” para dar algún recado, por el que reciben la ayudica de sus vecinos. Ponen “ojos de calentura”, preguntan si vendrán espías o enemigos y al decirles que no, se les vuelve a iluminar, en su demacrado rostro, la más gentil de las sonrisas.

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